El proceso social y cognitivo de la investigación científica se analiza desde el punto de vista de la teoría económica, una perspectiva alternativa a los enfoques dominantes en la sociología y la antropología del conocimiento científico. En particular, se discute el papel de los intereses individuales en la decisión de los científicos y en la construcción del método y el conocimiento científicos.
The social-cognitive process of scientific research is approached within the economic theory vault, an alternative view to the dominant explanations about the scientific knowledge in sociology and anthropology. How the individual interest play a role in scientific decisions and in the construction of scientific method and knowledge are ideas discussed here.
El análisis económico de la actividad científica
A partir de la obra de Thomas Kuhn La estructura de las revoluciones científicas [1] y, especialmente, desde mediados de la década de los setenta del siglo pasado, el análisis sociológico de la ciencia fue adoptando unas posturas cada vez más radicales, en las que la objetividad del conocimiento y la racionalidad del método científico eran desplazados para dejar paso a los puros intereses sociales y a la construcción de significados. Entre las posiciones más demoledoras, dentro de esta corriente, se hallan los «estudios de laboratorio», denominación que recibieron aquellos ensayos, en un principio antropológicos, en los que la actividad de los científicos era descrita e interpretada desde dentro de sus objetos de estudio por los antropólogos y sociólogos como una manifestación cultural más. Así, del mismo modo que el antropólogo que estudia los ritos religiosos de una comunidad primitiva no debe utilizar en su presentación de tales ritos la propia interpretación que les dan los sujetos que los llevan a cabo, tampoco el sociólogo o antropólogo de la ciencia debería dar una credibilidad especial a las teorías que tienen los científicos sobre los fenómenos que ellos mismos están estudiando. En ambos casos, las explicaciones del investigador social deben referirse exclusivamente a lo que los sujetos estudiados hacen (incluyendo, entre estas acciones, las de defender ciertas teorías), y siempre que esta conducta sea descrita en términos de procesos que el investigador social pueda observar.
Dado el planteamiento metodológico de los «estudios de laboratorio» (es decir, de los estudios socioantropológicos de la actividad de los científicos en sus centros de trabajo, no los estudios que llevan a cabo los propios científicos en dichos centros [2]), no es de extrañar que su conclusión haya sido la de que el conocimiento científico consiste únicamente en la aceptación de ciertos «enunciados» (o, en términos todavía más neutros, «inscripciones») por parte de los científicos, y que dicha aceptación sea el resultado de un proceso continuo de negociación en el que cada científico pretende imponer a los demás sus propias inscripciones, aunque se ve llevado a modificarlas en alguna medida y a aceptar por su parte algunas otras, con el fin de que los demás acepten las suyas propias. A una parecida conclusión escéptica sobre el conocimiento llegaron los defensores del llamado programa fuerte en sociología de la ciencia [3], de acuerdo a los cuales los científicos se limitan a defender aquellas teorías que mejor sirven los intereses de su grupo social de referencia.
Tanto el programa fuerte como el constructivismo han sido objeto de numerosas críticas, lo cual no es de extrañar dado el tono conscientemente escandalizador de sus análisis y sus conclusiones. La crítica que quiero presentar en este trabajo tiene, de todas formas, un carácter más «constructivo», puesto que pretendo ofrecer, también desde el campo de las ciencias sociales (aunque, en este caso, desde la economía), una visión del proceso de investigación científica de corte más racionalista; una visión que, aunque tenga en cuenta el hecho de que el conocimiento científico es un constructo social, considera el sistema de reglas e instituciones de la ciencia como un mecanismo que permite coordinar los intereses individuales de los científicos para obtener un resultado que pueda valorarse inter-subjetivamente como conocimiento objetivo. La utilización de la teoría económica viene particularmente al caso cuando se trata de mostrar la posible existencia de un mecanismo de este tipo, pues uno de los resultados más espectaculares (aunque no indiscutido) de la llamada «reina de las ciencias sociales» es el famoso teorema de la mano invisible, formulado por Adam Smith en La riqueza de las naciones (1776) y demostrado formalmente a principios de los años 50. Nuestra cuestión será, por tanto, si es razonable concebir el proceso de investigación científica como una especie de mercado en el que la conducta egoísta de los investigadores termine conduciendo a una producción eficiente de conocimientos sobre la realidad.
La ciencia como foro y como mercado
En cierto sentido, la comparación de la ciencia con un mercado es particularmente desafortunada. El mercado es una institución social en la que los bienes económicos son intercambiados unos por otros, más o menos libremente; su principal virtud consiste en que consigue coordinar las actividades de producción de dichos bienes, de tal manera que cada individuo destinará sus recursos a las actividades productivas que le reporten los beneficios más altos, y que serán aquellas que mejor satisfacen las demandas de los otros individuos, mientras que la competencia entre los diversos productores garantiza que el precio al que se vende cada bien no supera los costes reales de su producción. En todo caso, el elemento básico del mercado consiste en el acto de libre intercambio: una persona transmite a otra la propiedad de un bien a cambio de una cierta cantidad de dinero (o de otro bien), lo que convierte al primer bien en una mercancía.
En cambio, la ciencia no parece a priori una institución dedicada al intercambio, pues cuando un enunciado científico es transmitido de una persona a otra la primera no pierde de ninguna manera la posesión de aquel enunciado (al contrario del zapatero, que pierde el par de zapatos que vende). Las teorías científicas, como cualesquiera otras ideas susceptibles de ser transmitidas, no son propiamente hablando mercancías: intercambiar ideas no consiste en hacerlas objeto de una compraventa, sino en someterlas públicamente a discusión. La institución social que mejor representaría la libre discusión de las teorías científicas no sería, por lo tanto, el mercado, sino más bien el foro, en el que cada uno puede exponer sus argumentos siempre que haya personas dispuestas a escucharle.
Por otro lado, la ciencia comprende un conjunto de instituciones muy distintas a las del mercado. No existen empresas y consumidores en la ciencia, y sí, en cambio, investigadores, laboratorios, departamentos, universidades, revistas, congresos, etcétera. La complejidad institucional de la ciencia es mucho mayor, por tanto, que la del mercado, y esto puede razonablemente indicar que los mecanismos de toma de decisiones no serán en ella tan simples como los que la teoría económica estándar reconoce en el mercado: la maximización privada del beneficio y de la utilidad. Además, la inexistencia de un instrumento análogo al dinero priva a los científicos de la cómoda herramienta de cálculo con la que normalmente se toman las decisiones económicas sobre la producción o el consumo.
A pesar de estas obvias diferencias entre la ciencia y el mercado, el análisis económico contemporáneo ofrece algunas herramientas conceptuales que permiten plantear la comparación entre estos dos ámbitos como una analogía interesante. En primer lugar, la teoría de la elección racional, que subyace al análisis económico del mercado, ha sido aplicada en las últimas décadas, con más o menos éxito, a otros fenómenos sociales muy alejados en principio del territorio de la economía: la familia, el crimen, la cultura, la religión, etcétera. Es particularmente interesante la aplicación del análisis económico a la actividad política (sobre todo en la escuela de la Public Choice [4]), pues dicha actividad, en principio, también parecería más propia del foro que del mercado. Si la visión del ser humano como un agente que busca la mayor satisfacción posible de sus intereses ha ofrecido resultados interesantes en otros terrenos, es probable que lo haga también al ser aplicada al propio proceso de la investigación científica.
En segundo lugar, muchos economistas han reconocido que las instituciones son muy relevantes en el estudio del propio sistema económico, y que no deben ser consideradas como meras anomalías sociológicas que empañarían la pureza de los mercados de competencia perfecta, sino más bien como elementos esenciales del funcionamiento del mercado. A veces las instituciones conseguirán que el mercado funcione de manera más eficaz de lo que lo haría si sólo intervinieran en él individuos independientes (por ejemplo, reduciendo los costes de transacción o la incertidumbre); otras veces, en cambio, ciertas instituciones impedirán el funcionamiento eficiente de los mercados (por ejemplo, limitando la competencia o reduciendo los estímulos a la inversión y a la innovación). En cualquier caso, la llamada nueva economía institucional [5] favorece la posibilidad teórica de analizar sistemas sociales institucionalmente complejos, como hemos visto que es la ciencia.
En tercer lugar, dos ramas en particular del análisis económico ofrecen la posibilidad de estudiar interrelaciones complejas entre los agentes: la teoría de juegos, como análisis de la interdependencia entre las decisiones de varios individuos, y la economía de la información, como estudio de las situaciones en las que un agente sabe más que los otros. En cuarto y último lugar, las teorías científicas no son, en realidad, tan diferentes de otros bienes de cuya producción e intercambio se ocupa el análisis económico: me refiero a los llamados «bienes de información», que incluyen desde las obras literarias o cinematográficas hasta los programas informáticos. A su vez, el proceso de adopción de estándares tecnológicos en todos los campos de la actividad económica también presenta notables semejanzas con el proceso de aceptación de teorías científicas.
Teniendo en cuenta estos sugestivos puntos de contacto entre la ciencia y el mercado, intentaré ofrecer una visión de los científicos como productores/consumidores de información que intentan vender sus propias teorías a sus colegas, en el sentido de que intentan que esas teoría sean aceptadas por el mayor número posible de investigadores, los cuales, por otro lado, están intentando hacer exactamente lo mismo. Un asunto que no voy a tratar en este breve artículo es el de la influencia que sobre la ciencia pueden tener los factores económicos externos a la ciencia; no porque no sea un tema interesante y fundamental, sino porque mi objetivo no es tanto discutir los aspectos económicos de la ciencia, cuanto mostrar la utilidad de comprender desde el punto de vista de la teoría económica los aspectos estrictamente cognitivos de la ciencia.
La racionalidad y los intereses
Las versiones más radicales de los estudios sobre la ciencia (en particular, el citado programa fuerte y la etnometodología) presentan a los científicos como individuos motivados única y exclusivamente por sus propios intereses. Esto es plenamente compatible con una aproximación económica, pues la hipótesis básica de esta aproximación es la idea de que los individuos toman sus decisiones intentando conseguir lo que piensan que es mejor para ellos. La principal diferencia entre el enfoque económico, por una parte, y el sociológico o antropológico, por la otra, es que esa búsqueda del propio interés es contemplada por la teoría económica como una búsqueda eminentemente racional. Esto significa que los individuos, enfrentados a una cierta decisión, elegirán aquella opción que, según la información que poseen, es la más conveniente para ellos, y además, intentarán conseguir la mejor información posible para poder decidir con garantías de éxito. En el enfoque sociológico, en cambio, el individuo está movido más bien por los intereses de su grupo, no por los suyos propios, mientras que en el enfoque antropológico, no hay realmente una concepción clara del mecanismo que determina que los individuos tomen una u otra decisión, pues el principal objetivo de este enfoque es la descripción del proceso de creación del acuerdo científico, más que su explicación (en todo caso, la etnometodología plantea que los investigadores intentan conseguir la mayor credibilidad posible, aunque este concepto es notablemente difuso).
Otra característica fundamental del análisis económico es que se centra sobre todo en el estudio de los procesos de interacción entre varios individuos, intentando explicar los aspectos macrosociales que se observan en los agregados de individuos como un estado de equilibrio estable en aquellos procesos de interacción. La idea de equilibrio es la de un estado en el que cada sujeto está tomando la mejor decisión posible para él, teniendo en cuenta las decisiones que están tomando los demas. El equilibrio es estable si cualquier cambio pequeño en él tiende a devolver al sistema a ese mismo estado de equilibrio. Por otro lado, también es posible comparar si una cierta situación de equilibrio es suficientemente buena o no (de acuerdo con los criterios de los sujetos que intervienen en ella, o los de quien examina la situación desde fuera), de tal manera que, además de la racionalidad individual, podemos analizar en ocasiones la racionalidad de las decisiones colectivas (esto es, de los estados a los que se llega mediante la interacción de todos los miembros del colectivo).
La idea de que los científicos actúan intentando satisfacer al máximo sus intereses personales ha sido una piedra de escándalo para la filosofía tradicional de la ciencia, pues daba la impresión de que ese tipo de conducta necesariamente debía ir en contra de la racionalidad del conocimiento científico, racionalidad que sólo podría conseguirse si se seguían las normas (mertonianas) de la imparcialidad y el desinterés. Si cada científico toma siempre la decisión que le interesa, y prescinde de objetivos puros como la búsqueda de la verdad objetiva, o algo así, parecía que el resultado de estas decisiones no podía ser sino un cúmulo de proposiciones sin relevancia epistémica alguna. Una situación parecida, de todas maneras, es la que se le plantea al sentido común cuando considera el funcionamiento del sistema económico impulsado por las decisiones puramente egoístas de cada agente (persiguiendo el mayor beneficio posible si es un productor, o la mayor satisfacción material posible si es un consumidor); para el sentido común, un sistema anárquico como el libre mercado no podría generar más que desorden y caos, mientras que, de acuerdo con la teoría económica, ese sistema no sólo no es caótico, sino que favorece el mejor uso posible de los recursos limitados con los que cuenta la sociedad. ¿No sería posible, tal vez, que en un sistema de investigación en el que cada científico se preocupara únicamente de satisfacer sus propios intereses, el resultado colectivo fuera también óptimo desde el punto de vista epistémico? No podemos excluir a priori esta posibilidad, sin un análisis detallado de por lo menos algunas hipótesis relevantes sobre el funcionamiento de tal sistema.
Antes de plantear algunas de estas hipótesis, hay que mencionar otro punto débil de los programas radicales que el enfoque económico permite sacar a la luz. Se trata de una cuestión relacionada con la anterior: si los científicos persiguen de forma racional la máxima satisfacción posible de sus propios intereses, será conveniente para ellos (como para cualquier otro sujeto) basarse en una información que sea lo más fiable posible. Cuando decimos que un científico acepta o propone una cierta teoría T porque le interesa (y no porque crea que es correcta), es de suponer que lo que pretendemos afirmar es algo así como que «el científico, de acuerdo con la información que posee, cree que aceptar T será más beneficioso para él que no hacerlo». Ahora bien, si los investigadores no tienen criterios objetivos para decidir si una teoría T es aceptable o no, parece cuando menos dudoso que sí los tengan para decidir sobre la aceptabilidad del enunciado «la teoría T favorece los intereses de Fulano»; es decir, si son capaces de utilizar de forma objetiva la información que poseen para decidir qué teoría les beneficia más (o sea, para decidir qué enunciado de la forma «la teoría X es la que más me beneficia» es el más correcto), entonces no está nada claro por qué no iban a utilizar esa capacidad para decidir también qué teorías son las más aceptables, es decir, para juzgar de manera imparcial lo que llamamos “método científico”, o sea, los diversos criterios utilizados en cada disciplina para decidir intersubjetivamente si una determinada hipótesis es aceptable o no.
A la luz de esta reflexión, la propia idea de que a un científico le interese más aceptar una teoría que otra, o de que ciertas teorías favorezcan ciertos intereses, no deja de tener un cierto aire paradójico: esto significaría algo así como que, en algunas ocasiones, puedo decidir que es mejor para mí aceptar la teoría T en vez de la teoría S, aunque, dada mi capacidad (limitada) de juzgar sobre la aceptabilidad de ambas teorías, también haya llegado a la conclusión de que la segunda sea probablemente más correcta que la primera. ¿Por qué podría interesarme aceptar una teoría que creo que es incorrecta? ¿Cómo puede una teoría incorrecta favorecer mis intereses? La única respuesta que se me ocurre a esta última pregunta es la de que «lo que me interesa no es tanto aceptar yo esa teoría, como que la acepten los demás»; por ejemplo, a las grandes empresas multinacionales no les interesa aceptar una teoría económica simplemente porque esa teoría afirme que dichas empresas son inevitables o beneficiosas: lo que realmente les interesa es que los demás acepten esas teorías (supongamos que incorrectas), mientras que las multinacionales desearían tener una teoría que les ayudase a predecir correctamente los resultados efectivos de sus decisiones y la evolución real de las variables económicas. Ahora bien, si los intereses de los demás son contrapuestos a los míos, es obvio que a ellos no les va interesar aceptar las mismas teorías que a mí me interesaría que aceptaran (en definitiva, a ellos también les interesaría conocer las teorías más correctas), de tal manera que el hecho de que yo acepte esas teorías no me beneficiará en absoluto (lo que me beneficiaría sería que las aceptaran ellos).
Por tanto, la única forma plausible de entender la tesis de que «los científicos aceptan las teorías que más favorecen sus intereses» es, desde mi punto de vista, la de que los científicos sufren una especie de autoengaño (creen en teorías que saben, o podrían fácilmente saber, que son erróneas), pero esta interpretación es radicalmente incompatible con la idea de que los agentes de la investigación científica son sujetos racionales. No niego que tales autoengaños puedan producirse algunas veces, pero pienso más bien que en el propio interés de los científicos estará el descubrir cuándo se da ese caso y eliminarlo.
A modo de conclusión
La solución que he ofrecido a esta situación en otros trabajos [6,7] es en resumen la siguiente: cada científico persiguen no solo encontrar la verdad (digamos: que la verdad sea encontrada), sino también que sus colegas reconozcan que ha sido él (o ella) quien la ha encontrado, es decir, persiguen que sus colegas acepten las hipótesis, modelos, resultados, etc., sugeridos por él en sus papers. Este juego competitivo solo puede tener lugar si cada científico sabe que sus papers van a ser juzgados de acuerdo con reglas públicamente aceptadas de antemano, es decir si sabe que la decisión de sus colegas sobre aceptar o rechazar las propuestas presentadas por él no van a ser arbitrarias. Estas reglas son, naturalmente, el método científico tal y como se concreta en cada disciplina o subdisciplina. La cuestión es: ¿de qué depende que los científicos prefieran unas reglas u otras? La respuesta que me parece más razonable es que, por un lado, al tener que ser estas reglas públicas y relativamente estables, se tenderá a preferir aquellas que sean imparciales (o sea, que no beneficien a priori a ciertas teorías en vez de a otras por cualidades distintas de su validez epistémica), pero también reglas que hagan del juego de la ciencia un juego interesante y satisfactorio (p.ej., reglas que permitan encontrar una solución dentro de un plazo de tiempo y con un esfuerzo humanamente razonable; es decir, debe estar claro que habrá algún conjunto de posibles datos que sean suficientes para aceptar una teoría, de modo que la estrategia de pedir siempre más datos no esté abierta indefinidamente para los críticos de la teoría). La ciencia sería, por tanto, un proceso de intercambio, pero no uno en el que se intercambian ideas por ideas, o ideas por prestigio, sino uno en el que se renuncia mutuamente a tomar decisiones arbitrarias y se acepta la sumisión a ciertas reglas a cambio de que los demás se sometan también… y una vez definidas las reglas, la actividad tiene más bien la forma de una competición (una carrera por el descubrimiento). En este sentido, para concluir, podemos decir que, en el fondo, quizá la ciencia es más parecida a una competición deportiva que a un proceso de mercado.
Referencias
- Kuhn T. The Structure of Scientific Revolutions. University of Chicago Press, Chicago. 1962.
- Latour B, Woolgar S. Laboratory Life. Sage Publications, Beverly Hills. 1979.
- Bloor D. Knowledge and Social Imaginery. University of Chicago Press, Chicago. 1976.
- Mueller D. Public Choice. Cambridge University Press, Cambridge. 2003.
- North D. Institutions, Institutional Change and Economic Performance. Cambridge University Press, Cambridge. 1990.
- Zamora-Bonilla J. La lonja del saber. Ediciones UNED, Madrid. 2002.
- Zamora-Bonilla J. Ciencia pública – ciencia privada. FCE, México. 2005
El autor agradece los proyectos de investigación PRX14/00007 y FFI2011-23267, del Ministerio de Economía y Competitividad, Gobierno de España, bajo los que se ha elaborado este trabajo.