Encontronazos en la Biología: ¿transgénicos?

Para hablar de este asunto tan importante como delicado, donde la biología tiene la palabra compartida con otras disciplinas y condicionantes humanas, tenemos la suerte de contar con la opinión razonada de dos compañeros de la Facultad de Ciencias que abren un debate necesario. Es un lujo leer argumentos que han madurado en el seno de un centro científico, repletos de dialéctica limpia y alejada de la demagogia. Seguramente su opinión (la del lector) salga consolidada después de leer este duelo entre caballeros de la ciencia.

Los organismos transgénicos, «oveja negra» de la biotecnología

No hay duda de que buena parte de la mala fama que tiene la biotecnología en algunos sectores de la sociedad se debe a los organismos transgénicos. Pero lo que la mayoría de las personas desconocen es que el proceso que define estos «productos modernos» creados en el laboratorio, como organismos que contienen un fragmento de ADN que proviene de otro organismo, es un fenómeno que ocurre de manera frecuente en la naturaleza conocido como transferencia horizontal de información genética. En el mundo bacteriano este tipo de transferencia es muy frecuente, jugando un papel esencial en la evolución de estos microorganismos y siendo responsable entre otros fenómenos del desarrollo de virulencia y resistencia a antibióticos.

Aunque durante mucho tiempo se ha asumido que la importancia de este tipo de fenómenos en organismos eucarióticos es limitada, la secuenciación masiva y el análisis comparativo de los genomas que se ha producido en los últimos años, nos han permitido identificar que estos procesos de transferencia horizontal también se producen en organismos con núcleo. Incongruencias evolutivas en la que se ha detectado la presencia de genes muy similares en organismos muy separados filogenéticamente, indican que se ha producido transferencia de material genético entre organismos de distintos géneros, familias incluso reinos. Estos estudios han mostrado, por ejemplo, que las bacterias y los organismo eucarióticos han intercambiado genes a lo largo de la evolución y que muchos de estos intercambios han conllevado la adquisición de nuevas características en los organismos receptores [1,2]. Así, se ha descrito transferencia horizontal de genes de bacterias a insectos, esponjas, nematodos, crustáceos, humanos, etc. El análisis del genoma humano ha demostrado que en su genoma existen genes que sólo compartimos con las bacterias [3,4] entre ellos genes mitocondriales de Trypanosoma cruci, el patógeno que causa la enfermedad de Chagas [5] . Aunque menos frecuentes, también se han identificado fenómenos de transferencia de genes desde organismos eucarióticos a bacterias, como es el caso de Legionella pneumophila cuyo genoma contiene mas de 100 proteínas similares a proteínas de eucariotas [6]. Además de esta transferencias entre procariotas y eurocariotas, existen ejemplos de intercambio de material hereditario entre organismos eucariotas. Se han identificado genes que codifican para una proteína que protege de la congelación y que se han transferido entre distintas especies de peces [7] o genes implicados en la síntesis de carotenoides de hongos que se han integrado en el genoma de áfidos [8] .

La transgenia es pues un proceso natural que ha jugado un papel esencial en la evolución de los organismos vivos. El ser humano, como ha ocurrido en numerosas ocasiones, copiando a la naturaleza y mejorando la eficiencia del proceso, ha desarrollado una potente herramienta tanto para la investigación como para la mejora del medio ambiente, la producción de alimentos, la medicina, etc.

Curiosamente, mientras que la aplicación de la transgenia para la producción de medicamentos como la insulina se ha ido implementando en el mercado y su utilización no es objeto de ninguna crítica, no ocurre lo mismo con el uso de esta tecnología en agricultura o ganadería. Existe un movimiento social, que ha calado muy fuertemente en la opinión pública especialmente de los países europeos, que identifica el empleo de organismos transgénicos con «terribles» efectos dañinos para el medio ambiente y para la salud humana y animal. Sin embargo, y a pesar de las numerosas campañas en su contra, tras 30 años de uso no se ha encontrado ninguna prueba de que los alimentos modificados genéticamente tengan un impacto negativo para la salud. Tampoco se han hallado pruebas concluyentes de que provoquen problemas medioambientales.

Lejos de esta interpretación negativa basada en argumentos sociopolíticos con muy poco o nulo apoyo científico, la realidad es otra. Desde que el ser humano comenzó a dedicarse a la agricultura y a la ganadería, se han creado transgénicos a lo bruto, mediante el cruce de especies o maltratando el ADN de estos seres vivos con productos químicos. La mayor parte de los alimentos vegetales «no transgénicos» que hoy encontramos en los supermercados son el fruto de esa manipulación genética realizada por el ser humano mediante hibridación o mutagénesis. Así por ejemplo, la zanahoria silvestre no es naranja sino negra. El color que hoy consideramos natural y saludable parece ser consecuencia de experimentos de hibridación realizados en el siglo XVIII en honor la Casa de Orange para celebrar el éxito de la revuelta de los holandeses contra el dominio español. De forma similar, el color de los tomates silvestres no es rojo, como todos asumimos, sino amarillo del que proviene su nombre en Italia donde se les denomina pomodoro (manzana de oro). La coloración roja es consecuencia de la manipulación genética realizada por el ser humano mediante cruzamientos. Otro ejemplo clásico de alimentos no naturales es el trigo, una de las plantas de mayor consumo mundial. Esta especie vegetal no existe como especie silvestre ya que surge por la hibridación de tres especies diferentes.

El desarrollo de la transgenia en las últimas décadas, permite que la mejora genética que el hombre lleva haciendo más de 10 000 años sea mucho más refinada y segura. Las posturas en contra del uso de los organismos transgénicos, que no se apoyan en razones científicas o técnicas, sino en posicionamientos políticos o filosóficos, están bloqueando el uso de esta tecnología como solución para problemas de gran importancia para la alimentación humana o el medio ambiente. Sirva de ejemplo el desarrollo del trigo para celíacos, realizado por investigadores del CSIC, o del arroz dorado, un producto transgénico que acumula betacaroteno y cuya implementación serviría para combatir los efectos de las carencias de vitamina A en la alimentación de millones de personas principalmente en Asia. Otro ejemplo muy reciente de las incongruencias que genera este movimiento anti-transgénico, basado en el miedo y la identificación de esta tecnología con los intereses empresariales, lo tenemos en lo acaecido recientemente en Zimbabue. Alrededor de doce mil niños al año mueren de hambre en este país azotado por una de las peores sequías de su historia. Esta situación ha llevado al gobierno a solicitar ayuda e importar alimentos en grandes cantidades. Sorprendentemente y a pesar de esta situación, el sátrapa que hoy gobierna este país africano ha negado la entrada de maíz transgénico como ayuda humanitaria, argumentando que sus ciudadanos no serían «conejillos de indias».

De hecho, los alimentos transgénicos son los alimentos más seguros que el ser humano ha tenido a su disposición ya que son los más evaluados de la historia de la humanidad. Uno de los motivos por los que puede no autorizarse un cultivo transgénico es que haya en la zona especies silvestres con las que puedan hibridar. La paradoja es que se siembran cultivos no transgénicos sin que se realicen ninguna prueba sobre su impacto, lo que puede causar importantes problemas ambientales que a nadie parece preocuparle. Así por ejemplo, recientemente se ha comercializado en Europa una variedad de césped para campos de golf no transgénica y resistente a glifosato, como el maíz transgénico que se siembra en Estados Unidos y cuyo uso no está autorizado en Europa por ser transgénico. La nueva variedad de césped, que tiene exactamente las mismas características de resistencia que el maíz transgénico, se siembra libremente, con un problema añadido: esta variedad de césped puede hibridar con especies silvestres.

Los transgénicos, que no son en ningún caso la solución para todo, son sin embargo herramientas que nos permiten alcanzar resultados que no obtendríamos con las tecnologías de hibridación o mutagénesis utilizadas en la mejora genética clásica. Un ejemplo de las posibilidades que abre este tipo de tecnología es la investigación, que financiada por la fundación Bill Gates, lleva a cabo el Dr. Luis Manuel Rubio del Centro de Biotecnología y Genética de Plantas en Madrid. Rubio lidera un proyecto para obtener variedades maíz y arroz que apenas requieran el uso de fertilizantes nitrogenados al ser capaces de utilizar el nitrógeno de la atmósfera. La implementación de estas variedades transgénicas lograría reducir la contaminación de suelos y recursos hídricos al disminuir el uso de fertilizantes y permitiría en países con recursos económicos limitados del África subsahariana y el sudeste asiático incrementaran la producción de estas dos cosechas, ya que el precio de los fertilizantes nitrogenados es prohibitivo para los pequeños agricultores de estas zonas, condenándolos periódicamente al hambre.

Desde un punto de vista científico y técnico no existen razones para renunciar a las mejoras que puede introducir esta tecnología. Hacerlo sería como renunciar a un teléfono móvil, a internet, a la energía eléctrica, a la medicina moderna, etc. Muchos ciudadanos de las sociedades occidentales que apuestan hoy por la producción «ecológica» como una vuelta a la agricultura «natural» tendrían que considerar que este tipo de prácticas agrícolas, llevado a su extremo, es una renuncia a la tecnología. Y sin embargo ha sido y es la tecnología la que nos permite alimentarnos mucho mejor de lo que lo hacían nuestros antepasados. El respeto al medio ambiente no sólo es compatible con la implementación de las nuevas tecnologías sino que, sin ellas, estamos abocados al hambre o al desastre ambiental. Existen demasiados estereotipos que dañan interesadamente el empleo de nuevas tecnologías como la transgenia para la producción de alimentos, como por ejemplo la asociación que se hace entre esta tecnología y los intereses económicos de las multinacionales. Países tan poco sospechosos de estar aliados con estas empresas como Cuba han apostado en los últimos años por la biotecnología aplicada en la agricultura. Considerar que los transgénicos son el monopolio de unas pocas empresas es además un insulto a todos los investigadores del sistema público.

El futuro de la producción agrícola pasa por la mejora en la producción y la reducción de su impacto sobre el medio ambiente. Para ello es necesario implementar técnicas y herramientas que favorezcan la sostenibilidad de esta actividad, en las que manteniendo o mejorando la cantidad y calidad de los productos, se disminuya el impacto sobre el medio ambiente mejorando el uso de recursos energéticos e hídricos y evitando la contaminación química de suelos y acuíferos que produce el uso de herbicidas o plaguicidas. En este sentido, la transgenia puede servir de ayuda y complemento a otras medidas generando una agricultura más sostenible. El rechazo irracional a los organismos modificados genéticamente es elitista y conservador. Como afirmó Norman Borlaug, el padre de la revolución verde que permitió aumentar la producción agrícola a mediados del siglo pasado, «[…]la mayor parte de las críticas a esta tecnología proceden de los sectores más privilegiados, los que viven en la comodidad de las sociedades occidentales, los que no han conocido de cerca el hambre».

Eduardo Rodríguez Bejarano es catedrático de genética en la UMA.

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Plantas transgénicas y agricultura, una visión crítica

Cuando desde Encuentros en la Biología se me propuso participar en esta sección de «Encontronazos…» con el tema sobre Plantas transgénicas y agricultura desde una perspectiva crítica, no creo que se conociera que en mayo de 2016 se iba a publicar el informe del National Research Council (NRC) estadounidense titulado «Genetically Engineered Crops: Experiences and Prospects». Trescientas ochenta y ocho páginas en la versión electrónica que lógicamente no he podido leer, una a una, antes de completar la escritura de este artículo. De ellas se hizo eco el diario El País el pasado 17 de mayo con el titular «La ciencia confirma que los transgénicos son igual de sanos que el resto de alimentos». A este lado del Atlántico, un grupo de 300 académicos de muy diversas disciplinas y nacionalidades manifestaron, hace unos tres años, y publicaron en 2015 [9] que «(there is) no scientific consensus on GMO safety». Creo que también merece la pena echar un vistazo a la postura crítica y constructiva que tiene la Union of Concerned Scientist [10], muchos de los cuales viven en EEUU, el país con más millones de hectáreas de cultivos transgénicos.

Las quejas de sesgo en las posturas y de apriorismos se manifiestan tanto del lado de los que están a favor, como de los que se oponen al uso de plantas transgénicas en agricultura. De hecho, una de las críticas que ha recibido el informe recién publicado es que cita muchos trabajos realizados por distintas industrias y financiados finalmente por la empresa Monsanto. Así como que el comité de expertos no estuvo suficientemente equilibrado, ni exento de conflictos de intereses incluyendo la existencia de puertas giratorias entre las compañías biotecnológicas y la plantilla del NRC. No obstante, el informe supone un extenso esfuerzo de revisión de literatura y proporciona reflexiones y recomendaciones interesantes, eso sí, circunscritas mayoritariamente al empleo de esta tecnología en Estados Unidos. Como otros informes del NRC, el documento incluye varias secciones, entre las que destaco tres que definen campos de discusión que seguro vamos a comentar en los dos artículos que componen esta sección de Encuentros en la Biología:

  • La dedicada a los efectos de los organismos modificados genéticamente (OMG) en agricultura y medio ambiente.
  • La dedicada a los efectos en salud humana, con la problemática del glifosato como agente cancerígeno de por medio.
  • La que se refiere a los efectos sociales y económicos del uso de los OMG en la producción de alimentos.

Por mi parte, me voy a centrar en las cuestiones primera y tercera, defenderé la tesis de que el uso de los OMG en agricultura se ha convertido en un elemento más de los modos de producción agrícola que suponen un problema para la sostenibilidad socio-ambiental, y de que los derechos de propiedad intelectual que se aplican sobre estos organismos modificados suponen también una limitación al uso y gestión de recursos naturales necesarios para la producción de alimentos. Además, al leer las conclusiones del informe NRC mencionado (página 341) se evidencia la importancia que tienen en este debate los marcos normativos a los que también haré mención. Sin olvidar que estos marcos normativos surgen de la aplicación de distintas políticas nacionales e internacionales, en ocasiones, no sujetas a control ciudadano. En especial, aquellas políticas relacionadas con la existencia y aplicación de tratados de libre comercio, como el que se está negociando ahora entre Europa y Estados Unidos (TTIP), o el tratado de libre comercio de América del Norte que ha tenido graves efectos negativos para los agricultores mejicanos con el maíz estadounidense de por medio. Resulta por tanto evidente que el debate sobre el papel de las plantas transgénicas en agricultura trasciende ampliamente el marco de las disciplinas biológicas y así lo afronto en las líneas que siguen.

La ciencia es un sistema poderoso de generación de conocimiento del que derivan tanto productos como servicios tecnológicos pero no es neutral, entre otras causas porque no lo es su financiación, ni las reglas que operan en la comercialización de sus derivados, o la aplicación de derechos de propiedad intelectual, como las patentes. Tampoco sus recomendaciones son las que necesariamente rigen por encima de las reglas de mercado que operan en la agricultura y la producción de alimentos que van, además, desde lo local a lo global, pasando por lo regional.

Desde que empecé a trabajar hace más de 20 años con esta tecnología y su puesta a punto en fresa y tomate, mi posicionamiento frente al uso de las plantas transgénicas en agricultura ha pasado de sustentarse en primar el principio de precaución y la contextualización de cada caso a la crítica de lo que supone su cultivo.

Este cambio de postura se ha debido principalmente a que durante este tiempo he podido ver cómo se ha implementado su uso, los efectos socio-ambientales que ha conllevado y a quienes beneficia económicamente. La producción agrícola con plantas transgénicas está fuertemente sesgada hacia un modelo de producción agrícola industrial regido por un mercado global donde los productos agrícolas y sus transformaciones primarias viajan miles de kilómetros desde sus lugares de producción a sus lugares de consumo, lo que no es muy sostenible por la huella de carbono, cuyo coste económico y ambiental no computa pero pagamos todos. Son las especies con grandes superficies de cultivo a nivel mundial y dependientes de gran cantidad de insumos, en muchos casos monocultivos, las que tienen más valor de mercado para el desarrollo de semillas transgénicas, lo que no es muy sostenible. Esta situación se puede comprender porque se estima que la inversión necesaria para poner una planta transgénica en cultivo comercial supone 136 millones de dólares y unos 13 años, datos para el periodo de introducción comprendido entre 2008 y 2012 (gmoanswers).

Son varios los cultivos transgénicos que llevan tiempo en producción, sirva como ejemplo el cultivo de la soja. Los principales productores de este cultivo, considerado paradójicamente el oro verde, son EEUU, Brasil y Argentina y el porcentaje de plantación proveniente de semilla transgénica es del 90 % o superior. El 75 % de la producción mundial se dedica al forraje animal, a pesar que se sabe que las dietas basadas en ingestas de proteína animal no son muy sostenibles por la huella hídrica y el uso de suelo requerido por caloría consumida. Este modelo está favoreciendo la destrucción de grandes superficies del Bosque Atlántico y de la Amazonía brasileña y ha dado lugar a lo que en Argentina se conoce como la «Sojización del Agro Pampeano». La intensificación de su cultivo ha producido deterioro de suelos, disminución de la cantidad y calidad del agua y efectos negativos evidentes en biodiversidad. Ninguno de estos efectos puede ser considerado muy sostenible. Han aparecido malezas resistentes al glifosato y ahora se han desarrollado variedades transgénicas con resistencias a más de un herbicida. Usar dos herbicidas es menos sostenible que uno. Por cierto, esa unicidad era una de las razones que justificaba la primera generación de soja transgénica junto a la discutida benignidad del glifosato en comparación con otros herbicidas más tóxicos.

Sin embargo, en el informe de 2014 sobre la Situación mundial de los cultivos biotecnológicos/GM comercializados del International Service for the Acquisition of Agri-biotech Applications (ISAAA) [11] las conclusiones que extraen del análisis de estos aspectos son bien distintas y positivas. En su conjunto responden, más o menos, al siguiente argumento: el cultivar plantas transgénicas es más sostenible ya que al ser su rendimiento medio por superficie mayor, el cultivo requiere menor superficie de suelo, se usa y deteriora menos agua, se afecta negativamente menos la biodiversidad y se usan menos insumos que si se produjese un cantidad similar de cosecha con agricultura convencional. Así, según este punto de vista, estos cultivos contribuyen a una intensificación sostenible que salva bosques y conserva la biodiversidad.

Aún asumiendo que fuese así en todos los casos, lo que es discutible, y compartiendo que la sostenibilidad es un proceso y no un fin, es la evidencia de que la industria que opera con los OGM no está realmente interesada en resolver las causas del problema alimentario que afrontamos por el crecimiento de la población, ni tampoco en la sostenibilidad ambiental y social de la agricultura, sino en demostrar cómo sus productos (las semillas híbridas y transgénicas más los insumos asociados) son menos malos que lo que hay y podemos así seguir haciendo lo mismo ocasionando menos daño. Por cierto, también estas industrias comercializan en buena medida los productos y semillas de la agricultura convencional química.

Si pasamos a considerar cuestiones socioeconómicas, y siguiendo con el caso de la soja, se constata que las explotaciones dedicadas a su producción, en Norte y Sudamérica, son mayoritariamente de escala industrial. Lo que propicia una concentración de la tierra en menos manos. Esto ha desplazado a los pequeños y medianos propietarios, que trabajan extensiones de tierra por debajo de las 100 hectáreas, en favor de los que disponen de más de 1000. En relación al empleo, en algunas regiones argentinas se ha estimado que la conversión a la soja ha destruido cuatro de cada cinco trabajos agrícolas (para ampliar ver informe del 2014 de WWF El crecimiento de la soja, impacto y soluciones y citas en él contenidas).

Llegados a este punto, alguien pensará que los transgénicos no son el principal problema, lo son quienes ostentan el control de su uso y hacen negocios con los OGM. Sí, admitir esto es un primer paso. El siguiente paso es constatar la dificultad para disociar ambos factores, entre otras razones por el poder del oligopolio que concentra la producción de material vegetal de reproducción, por el sistema de patentes que rige y controla la industria biotecnológica y por los diferentes tratados comerciales firmados al amparo del proceso de globalización desde los 90 del siglo pasado hasta la actualidad por nuestros gobernantes. Si yo decidiera por mi cuenta y riesgo poner a libre disposición del mundo plantones de fresas transgénicas con frutos de textura mejorada sería muy improbable que lo consiguiera. La razón es que he empleado para desarrollar el producto ideas, métodos y materiales que otros han patentado internacionalmente y que, aunque pueda investigar y publicar en el tema, si mi desarrollo pretendiera entrar en producción entonces aparecerá la reclamación de los derechos de propiedad. Tendría que negociar y pagar a obtentores de varias patentes, desde las metodológicas hasta las que tienen que ver con el empleo de los genes. Estos últimos tienen patentados el uso de todas sus aplicaciones prácticas conocidas.

Voy a dar un tercer paso argumental que tiene que ver con las diversas concepciones sobre cuál es la naturaleza de nuestras semillas cultivadas. Me preocupa el hecho de que se haya permitido patentar semillas como si fueran un invento, una nueva máquina. Las semillas cultivadas, además de seres vivos, son un recurso renovable, como el agua y el suelo. Los tres son imprescindibles para la producción de alimentos. Desde el punto de vista de su gestión, las semillas cultivadas encajan en la categoría de los bienes comunes, tal como se refiere a ellos la premio Nobel de Economía 2009, Elinor Ostrom. No son ni del estado ni del mercado, su custodia es de las personas que han sido, son y serán. Tienen en común con el agua, que son un recurso que fluye en el tiempo y en el espacio. En el caso de las semillas agrícolas, algunas cultivadas miles de años por generaciones de campesinos, la diversidad de especies y variedades disponibles ha resultado de las decisiones de los agricultores al seleccionar semillas para el siguiente cultivo, además de cruces genéticos fortuitos, de los procesos de adaptación de los cultivos a manejos y condiciones ambientales locales, intercambios, etc. Esta agro-biodiversidad está en grave peligro por un efecto colateral de la revolución verde del siglo pasado, que concentró sus esfuerzos en muy pocos cultivos y variedades que desplazaron muchas especies y variedades tradicionales al ser menos productivas cuando los insumos no son limitantes o por no tener mercado suficiente.

No parece que una agricultura biotecnológica con empresas que defienden que las semillas son suyas y sólo suyas por el mero hecho de haber implementado una mejora biotecnológica en variedades o cruces de variedades previamente existentes, ya mejoradas para otros caracteres, contribuya a frenar esta erosión genética. De hecho, la puede acelerar y sonroja el hecho de que los agricultores puedan ser perseguidos legalmente si usan estas semillas más de una cosecha al incumplir los compromisos contractuales que se ven obligados a firmar para adquirirlas. Semejante actitud empresarial pone de manifiesto que estas multinacionales ven a las semillas, transgénicas o no, principalmente como un producto de un solo uso que hay que volver a comprar cosecha tras cosecha, exactamente lo mismo que el glifosato. Algo que está en profunda contradicción con la propia naturaleza biológica de las semillas y con el derecho de las personas de acceder a los recursos naturales. Cobrar regalías durante un tiempo razonable por un desarrollo tecnológico que suponga una mejora de unas semillas cultivadas, lo que sería pagar por ese servicio, es algo que entiendo y me parece ajustado. Sin embargo, permitir la patente de semillas es propiciar que una entidad privada con ánimo de lucro se apropie de un bien común al que tenemos derecho de acceso y custodia todos. Estas patentes de semillas transgénicas son un precedente negativo, que junto a la comercialización de híbridos y la promoción de marcos normativos que limitan el uso comercial de la auto-producción de semillas, van en la dirección de traspasar a las manos de unas pocas empresas el control de este recurso estratégico del que depende la alimentación presente y futura.

La tercera revolución verde de la que nos escribió el profesor García Olmedo a finales del siglo XX ha potenciado los defectos de la segunda revolución que se desarrolló en la segunda mitad del siglo XX. No ha contribuido a cambiar unos cultivos y modos de producción que no respetan los límites de crecimiento del planeta, a pesar de que cuando estos cultivos se aplican a estructuras de producción minifundistas, como en China e India, sí permitan una mejora económica en la vida de los agricultores que han adoptado OGM. Algo que destaca el informe ISAAA mencionado que indica que la adopción de la tecnología ha contribuido a «[…] mitigar la pobreza ayudando a más de 16,5 millones de pequeños agricultores y sus familias que totalizan más de 65 millones de personas, algunas de ellas, las más pobres del mundo».

Sinceramente, hubiera preferido leer una defensa del modelo que están desarrollando por sus bondades económicas en un marco de business as usual que este mensaje con evidentes connotaciones de ONG. Así que ahora el debate transita del agro-negocio a la agrosubsistencia y la pregunta que abordo es ¿quién le da de comer al mundo?

El mismo año de la publicación del informe ISAAA, fue el año de la agricultura familiar y la FAO publicó el informe correspondiente [12]. En lo que se refiere al tamaño medio de las granjas a nivel mundial, con datos de 111 países, los resultados se muestran en la Tabla 1.

Tamaños de las explotaciones % del total
menor de 1 hectárea 72
entre 1 y 2 hectáreas 12
entre 2 y 5 hectáreas 10
entre 5 y 10 hectáreas 3
entre 10 y 20 hectáreas 1
más de 20 hectáreas 1

Tabla 1:  Tabla confeccionada a partir de los datos en [12]

También, según las estimaciones contenidas en el mismo informe de la FAO (4) basadas en datos obtenidos en 30 países, la contribución de las pequeñas granjas familiares a la alimentación mundial se sostiene a expensas de unos 570 millones de explotaciones, de las cuales un 80 % son pequeñas granjas familiares que producen el 80 % de la producción mundial. Una estimación más reciente [13] basada en una aproximación metodológica diferente que incluye a 105 países, dos de ellos en más detalle, estima que el 93 % de las explotaciones agrícolas mundiales son fincas familiares y suponen el 53 % de la tierra dedicada a producir alimentos. Según una estimación conservadora, eso supone que la contribución mínima de las granjas familiares a la producción mundial de alimentos es del 53 %. Y si los resultados se expresan en función del porcentaje que esa producción tiene en el aporte calórico requerido por persona, los porcentajes son del 60 % o superior en las explotaciones estudiadas de Africa (62 %), Asia (78 %), Europa (76 %) y Oceanía (60 %). Mientras que en Sudamérica y Norteamérica sólo alcanzan el 36 y el 43 %, respectivamente. El estudio se centra con más detalles en dos países, en Brasil este porcentaje es del 65 % y en la agricultura de subsistencia de Malawi, un país subsahariano, del 71 %. Es posible que la contribución sea mayor porque hay evidencia empírica de que las explotaciones pequeñas producen más por hectárea que las de mayor superficie y la estimación mencionada está hecha en base a una producción similar. La diversidad de las fincas familiares es grande, aunque suelen compartir su pequeña extensión (menos de 2 hectáreas) y que los propietarios y sus familias trabajen en ellas. También son diversas las especies cultivadas y los tipos de manejo. El destino de su producción puede ser la subsistencia pero también, de forma complementaria o principalmente, el mercado local. Lo que también va en la dirección de otro de los retos que debemos conseguir que es re-localizar la producción de alimentos. Esta re-localización supone mayor seguridad alimentaria (objetivo ONU-FAO) y también más soberanía alimentaria, algo reivindicado por movimientos de agricultores internacionales como Vía Campesina.

Para las empresas multinacionales que son las que producen y comercializan la producción de semillas transgénicas y además fiscalizan su cultivo, la mejor manera de ayudar a estos pequeños productores e incrementar sus insumos económicos es a base de producir esos cultivos industriales, como el algodón, de forma cooperativa y destinarlos al mercado global. Eso implica que estos pequeños agricultores dejen de producir de la forma diversa, resiliente y dirigida al mercado local, algo que considero un error de gestión.

Alternativamente, creo que los poderes públicos y las instituciones internacionales deben diseñar políticas que aseguren la conservación y la potenciación de las explotaciones familiares mediante marcos normativos que las favorezcan y dedicando recursos de I+D a mejorar su gestión. Brasil cuenta con un modelo bicéfalo, por un lado el modelo industrial con cultivos transgénicos pero también ha potenciado su agricultura local que está dirigida al mercado local y que supone, según datos del 2009, un 70 % del consumo doméstico de alimentos en el país.

Esto evidencia un argumento que ya adelanté al iniciar este artículo: hay una agricultura empresarial donde la producción es considerada un producto industrial más de los mercados globales (tanto reglados como financieros) y otra agricultura que produce localmente alimentos y no debe estar reñida con que los agricultores puedan ganarse su vida dignamente ejerciéndola. Esa agricultura es fundamental porque da de comer a la gente más pobre, está localizada, es más resiliente y efi- ciente termodinámicamente al consumir menos energía por caloría de alimento producido.

Las plantas transgénicas son en la actualidad, entre otras cosas, una opción tecnológica con un importante campo de utilización en la producción agrícola. Las tecnologías no son buenas ni malas, más bien tienen riesgos y ventajas que dependen de su modo de utilización y de a quienes beneficia. Por cuestiones de mercado y modelo de negocio, estas semillas transgénicas en la actualidad requieren para ser económicamente rentables cultivos que ocupen grandes superficies, como algunos de los que hemos mencionado. En este contexto, son una pieza más de un modelo de producción agrícola de tipo industrial concentrado en pocas manos. Este modelo de producción de alimentos es deslocalizado, muy dependiente de insumos y energía y en él prima el condicionante económico. Como efecto colateral, desvaloriza económicamente y desplaza otros modelos de producción, desarrollados en pequeñas explotaciones, más diversas y más sostenibles social y ambientalmente cuya producción y consumo de alimentos está localizada.

Estos modelos de producción de alimentos familiares contribuyen en la actualidad más significativamente a las calorías necesarias para la alimentación mundial con menos consumo de energía fósil y pueden ser determinantes para superar los retos que enfrentará la alimentación en los próximos decenios. Por ello deben ser potenciados y protegidos de aquellos intereses que priman una visión economicista, como los que están detrás del uso de plantas transgénicas en la agricultura actualmente.

Miguel Ángel Quesada Felice es catedrático de fisiología vegetal en la UMA

Referencias

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  11. James C (2014). Informe 49: Situación mundial de los cultivos biotecnológicos/GM comercializados. International Service for the Acquisition of Agri-biotech Applications. 2014.
  12. FAO. The State of Food and Agriculture – Innovation in family farming. 2014.
  13. Graeub BE y otros (2016). The State of Family Farms in the World. World Development. 2016.