Esta vez no voy a contar cosas que a veces escribimos mal porque no sabemos cómo se hace bien. En este artículo voy a tratar un tema al que no se le presta casi ninguna atención, porque con la fiebre del bilingüismo, la excelencia y la internacionalización, nos estamos olvidando de que el idioma es nuestro vehículo de transmisión de la información.
La triste realidad es que nos creemos que basta con transmitir una información nueva (o vieja) de cualquier manera, sin reparar en que lo que nosotros decimos y cómo lo decimos es la primera referencia que tienen nuestros estudiantes cuando se enfrentan a los nuevos conceptos que han de aprender. Siempre recordaré una anécdota cuando estudiaba zoología en tercer año de biología (hace tanto que prefiero no hacer cuentas), y una compañera empezó a comentarme ciertas características de los ⊗mamalianos. De forma inocente entonces, le pregunté si se refería a los «mamíferos» o a otra cosa que yo desconocía. Su desconcertante respuesta fue que se refería, efectivamente, a los mamíferos, pero que como el profesor había dicho en clase ‘mamalianos’, ella había supuesto que esa forma de nombrarlas también era correcta. ¿Cuántos de nuestros alumnos siguen pensando que separar los decimales con punto es más ‘moderno’ simplemente porque sus profesores así lo hacen, en lugar de utilizar la coma como hacían en el colegio?
Ya sabemos que tanto nosotros, los docentes, como nuestros alumnos, tenemos que dominar el inglés para acceder a los resultados de investigación, así como para compartir los nuestros. Sin embargo, ni unos ni otros recibimos la formación necesaria sobre expresión oral y escrita en español, más allá de lo que estudiamos (y olvidamos) en el colegio y el instituto. Por supuesto, de traducción, ni hablamos. Como consecuencia de tanto leer y escribir en inglés, se nos acaba corrompiendo el lenguaje materno con expresiones y usos anglicistas innecesarios y ajenos a nuestras costumbres, simplemente porque al escribir en español estamos traduciendo mentalmente lo que hemos leído o aprendido en inglés. Luego, a base de repetir las expresiones incorrectas, nos habituamos a ellas y acaban pareciéndonos correctas. Fijaos que antes jugábamos a las cartas, pero últimamente estamos jugando ⊗’a cartas’ y ⊗’a fútbol’.
Debería resultar evidente que los profesores estamos obligados a utilizar el lenguaje con propiedad y elegir los términos con un significado concreto, sin ambigüedad. De esta manera, conseguiremos transmitir a los alumnos, aunque solo sea por imitación, la forma de expresarnos que es típica de los científicos, como parte de su formación. Esto quiere decir que, de manera especialmente crítica en las ciencias, los docentes no debemos limitarnos a ‘arrastrar’ una palabra o una estructura sintáctica de un idioma a otro con la manida excusa de que ambos términos ‘se parecen’, y menos todavía que es lo que ‘decimos habitualmente’ (falta la coletilla en el laboratorio, donde no nos esforzamos en expresarnos con corrección). Si no ponemos cuidado en esto, nuestras clases estarán plagadas de expresiones y conceptos imprecisos, equívocos o, lo que es peor, completamente falsos. Por ejemplo, infantile se refiere al ‘lactante’ (menor de 2 años), no es ⊗infantil (de menos de 6 años); no podremos hablar de ⊗clorina (chlorine), sino de ‘cloro’; ni debemos ‘asumir’ (assume) sino ‘suponer’; ni debemos ⊗alicuotar (aliquot) en los protocolos, en lugar de ‘hacer alícuotas’; ni hablar de splicing cuando tenemos los términos ‘ayuste’ o ‘empalme’; y mucho menos construir una ⊗’librería de genes’ (gene library) en lugar de ‘genoteca’. La lista de términos y expresiones es tan larga que ha dado para escribir varios libros y blogs sobre el tema.
Lamentablemente, la aparición de nuevos términos o conceptos en el ámbito especializado va a la par de las malas traducciones que los profesores solemos fijar (o hacer) involuntariamente. Aún peor, el ritmo de publicación de libros especializados que recogen la traducción correcta de esos nuevos términos al español es mucho menor que el ritmo al que se generan, con lo que las palabras que acaban fijándose por el uso corresponden a las traducciones nefastas realizadas por la necesidad de comunicarnos con otros colegas en español. Los profesores debemos ser más conscientes de que estamos obligados a escribir y hablar con corrección ante nuestros alumnos, que no les podemos transmitir la información igual que otro colega. Para ello, no basta con dominar la propia lengua, sino que hay que buscar las fuentes que nos impidan seguir perpetuando los errores. No es fácil, porque, a diferencia de los franceses o los catalanes y los gallegos, no contamos con ninguna entidad que contrarreste la terrible influencia del inglés y no contamos con una referencia fiable que nos guíe. Algunos creen que la Academia de la Lengua y su Diccionario de la lengua española sirven de guía, pero, en realidad, son lo menos fiable para el lenguaje especializado.
Sugiero que cualquier profesor de ciencias tenga a mano el Libro rojo de Fernando A. Navarro (accesible por suscripción en www.cosnautas.com) y el Diccionario de términos médicos de la Real Academia Nacional de Medicina (recomiendo de nuevo la versión en línea y no el libro que se imprimió hace años). También se puede consultar mi pequeño grano de arena al respecto: el libro Ideas, reglas y consejos para traducir y redactar textos científicos en español, cuya segunda edición está en prensa a cargo de la Fundación Dr. Antonio Esteve, mi Nanoblog, y las diferentes entradas que llevo escritas, y seguiré escribiendo, en esta revista.
Para los que estéis interesados en el tema, sabed que los próximos días 1, 2 y 3 de junio de 2017 se van a celebrar en Málaga unas jornadas sobre traducción científica y médica; podéis consultar el programa y cómo asistir en www.asetrad.org/jtcm17.
Para saber más
Ideas, reglas y consejos para traducir y redactar textos científicos
El nanoblog del Gonz